viernes, 24 de agosto de 2012

PRETENDIDOS MOISÉS


Una de las conclusiones que surgen del último post es que el kirchnerismo afronta un desafío comunicacional de cara a la sociedad, porque desde la prensa dominante directamente lo combaten; y, de otros anteriores, que mantiene un déficit en la materia. A pesar de que últimamente viene ensayando nuevas estrategias.
Como prueba del verticalismo reinante, desde que Cristina Fernández de Kirchner está al frente del Poder Ejecutivo las comunicaciones oficiales pasan casi exclusivamente por la figura presidencial. Ni siquiera por la Secretaría de Prensa, acerca de cuya existencia seguramente unos cuantos se percataron recién en la puerta de este año, cuando la Presidente se tuvo que someter a una intervención quirúrgica.
Podrán decir que no se trata de verticalismo sino de estilo de conducción; un distintivo de estirpe, o de época. Sea como fuere, y más allá de la innegable elocuencia de la mandataria, no parece del todo acertado que el casi único recurso comunicacional consista en su discurso.
En determinados sectores el modelo de país que propone el Gobierno despierta la nostalgia por dichas perdidas; y los medios dominantes la avivan, acomodándola, transformando cada acto de gobierno, acertado o no tanto, en una buena ocasión para revolver el hato. Disparan desde todos lados, por lo que sea, y desatender esto suena más a imprudencia que de impertérritos.
Permanentemente ocultan, distorsionan o mienten. Acusan al kirchnerismo de querer dividir al país, aunque resulte ser a la inversa. Azuzan con sofismas e inflación retórica. Y dardos con tinta envenenada generan periódicamente libelos dedicados a blancos que, por alguna razón -fácil de dilucidar si se es un observador atento-, les resulta molestos.
A cada cosa “dan un tratamiento afín a los objetivos que persiguen o los intereses que defienden o a quienes protegen” (como ya se dijo este mismo mes en “SIMPLIFICACIONES TRAMPOSAS 2”), ensayando un nuevo género literario: el periodismo mágico, en el que trucan la realidad incorporándole elementos fantásticos. Y la nueva realidad así construida es paseada en la prensa escrita, radios y televisión por la pluma y la voz de pretendidos poseedores de las tablas de Moisés, camuflados de presunta neutralidad profesional; verdaderos traficantes de basura. Provocativo.
¡Esa prensa no sirve! Como no sirven la cómplice, la que calla ni la que adula; papeles que alguna vez asumió esa misma que hoy destila e incuba odios.
Hace más de un año escribíamos en este espacio: “El periodismo debe hacer autocrítica; revisar los manuales y reflexionar sobre sus prácticas. Lo mejor que podría suceder es que retome aquellas reglas claras en las que prevalecen los intereses del conjunto por sobre los individuales. Cuando lo haga podrá recuperar el papel de fiscalizador de los actos de gobierno, vital para la salud de cualquier democracia. De lo contrario, perdemos todos”. Y por estos días, ante la escalada de los desvergonzados embates, “una mención de Cristina Kirchner a la necesidad de una ley de ética periodística devolvió a la superficie el debate sobre deontología profesional”.
Con las mismas palabras comienza un recientemente publicado artículo del periodista Sebastián Lacunza, que se transcribe en “OTRAS VOCES”. Más que recomendable. También recientemente la Federación Argentina de Trabajadores de Prensa (FATPREN) y de la Federación de Trabajadores de la Comunicación y la Cultura de la CTA (FETRACOM), pidieron la aprobación de un proyecto de ley que incorpora la “cláusula de conciencia” al Estatuto del Periodista Profesional; cláusula que establece que "los periodistas profesionales podrán negarse, motivadamente, a participar en la elaboración o propalación de informaciones contrarias a los principios éticos de la comunicación, sin que ello pueda suponer sanción o perjuicio alguno", siendo motivo para considerarse en situación de despido indirecto cuando “se produzca un cambio sustancial de orientación informativa o línea ideológica” o sin su consentimiento “se inserte o retire su firma o autoría o cuando se atribuyere la autoría de un trabajo propio a otro”.
Para escribir hace falta valor, y para tener valor hace falta tener valores. Sin valores, más vale callar”. ¡A cuántos les tendría que indicar Pascual Serrano (autor del apotegma) que deberían callar!

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