J INGENIEROS

LAS FUERZAS MORALES

José Ingenieros



ADVERTENCIA DEL AUTOR
Los sermones laicos reunidos en el presente volumen fueron publicados en revistas estudiantiles y universitarias entre 1918 y 1923, quinquenio generador de un nuevo espíritu en nuestra América latina.
Este libro completa la visión panorámica de una ética funcional. "El, hombre mediocre" es una crítica de la moralidad; "Hacia una moral sin dogmas", una teoría de la moralidad; "Las fuerzas morales", una deontología de la moralidad. Prevalece en todo el concepto de un idealismo ético en función de la experiencia social, inconfundible con los capciosos idealismos de la vieja metafísica.
Cada generación renueva sus ideales. Si este libro pudiera estimular a los jóvenes a descubrir los propios, quedarían satisfechos los anhelos del autor, que siempre estuvo en la vanguardia de la suya y espera tener la dicha de morir antes de envejecer.
J. I.
Buenos Aires,1925


LAS FUERZAS MORALES

1.- Se transmutan sin cesar en la humanidad. En el perpetuo fluir del universo nada es y todo deviene, como anunció el oscuro Heráclito efesio. Al par de lo cósmico, lo humano vive en eterno movimiento; la experiencia social es incesante renovación de conceptos, normas y valores. Las fuerzas morales son plásticas, proteiformes, como las costumbres y las instituciones. No son tangibles ni mensurables, pero la humanidad siente su empuje. Imantan los corazones y fecundan los ingenios. Dan, elocuencia al apóstol cuando predica su credo, aunque pocos le escuchen y ninguno le siga; dan heroísmo al mártir cuando afirma su fe, aunque le hostilicen escribas y fariseos. Sostienen al filósofo que medita largas noches insomnes, al poeta que canta un dolor o alienta una esperanza, al sabio que enciende una chispa en su crisol, al utopista que persigue una perfección ilusoria. Seducen al que logra escuchar su canto sirenio; con- funden al que pretende en vano desoírlo. Son tribunal supremo que transmite al porvenir lo mejor del presente, lo que embellece y dignifica la vida. Todo rango es transitorio sin su sanción inapelable. Su imperio es superior a la coacción y la violencia: Las temen los poderosos y hacen temblar a los tiranos. Su heraclia firmeza vence, pronto o tarde, a la Injusticia, la hidra generadora de la inmoralidad social.
El hombre que atesora esas fuerzas adquiere valor moral, recto sentimiento del deber que condiciona su dignidad. Piensa como debe, dice como siente, obra como quiere. No persigue recompensas ni le arredran desventuras. Recibe con serenidad el contraste y con prudencia la victoria. Acepta las responsabilidades de sus propios yerros y rehúsa su complicidad a los errores ajenos. Sólo el valor moral puede sostener a los que impenden la vida por su patria o por su doctrina, ascendiendo al heroísmo. Nada se les parece menos que la temeridad ocasional del matamoros o del pretoriano, que afrontan riesgos estériles por vanidad o por mesada. Una hora de bravura episódica no equivale al valor de Sócrates, de Cristo, de Spinoza, constante convergencia de pensamiento y de acción, pulcritud de condena frente a las insanas supersticiones del pasado.
Las fuerzas morales no son virtudes de catálogo, sino moralidad viva. El perfeccionamiento de la ética no consiste en reglosar categorías tradicionales. Nacen, viven y mueren, en función de las sociedades; difieren en el Rig-Veda y en la Ilíada,en la Biblia y en el Corán, en el Romancero y en la Enciclopedia. Las corrientes en los catecismos usuales poseen el encanto de una abstracta vaguedad, que permite acomodarlas a los más opuestos intereses. Son viejas, multiseculares; están ya apergaminadas. Las cuatro virtudes cardinales: Prudencia, Templanza, Coraje y Justicia, eran ya para los socráticos formas diversas de una misma virtud: la Sabiduría. Las conservó Platón, pero supo idealizar la virtud en un concepto de armonía universal. Aristóteles, en cambio, las descendió a ras de tierra, definiendo la virtud como el hábito de atenerse al justo medio y de evitar en todo los extremos. De esta noción no se apartó Tomás de Aquino, que a los cardinales del estagirita agregó las teologales, sin evitar que sus continuadores las complicaran. Estáticas, absolutas, invariables, son frías escorias dejadas por la fervorosa moralidad de culturas pretéritas, reglas anfibológicas que de tiempo en tiempo resucitan nuevos retóricos de añejas teologías.
Poner la virtud en el justo medio fue negarle toda función en el desenvolvimiento moral de la humanidad; punto de equilibrio entre fuerzas contrarias que se anulan, la virtud resultó, apenas, una prudente transacción entre las perfecciones y los vicios.
La concepción dinámica del universo relega a las vitrinas de museo esas momias éticas, inútiles ya para el devenir de la moralidad en la historia humana. Sólo merecen el nombre de Virtudes las fuerzas que obran en tensión activa hacia la perfección, funcionales, generadores. En su vidente libro de juventud escribió Renán: "El gran progreso de la reflexión moderna ha sido sustituir la categoría del devenir a la categoría del ser, la concepción de lo relativo a la concepción de lo absoluto, el movimiento a la inmovilidad". Pocas sentenciar son más justas que la del sutil maestro del idealismo.
Para una joven generación de nuestro tiempo es esencial conocer las fuerzas morales que obran en las sociedades contemporáneas: virtudes para la vida social, que no descansan bajo ninguna cúpula. Más que enseñarlas o difundirlas, conviene despertarlas en la juventud que virtualmente las posee. Si la catequesis favorece la perpetuación del pasado, la mayéutica es propicia al florecimiento del porvenir.
Dichosos los pueblos de la América latina si los jóvenes de la Nueva Generación descubren en sí mismos las fuerzas morales necesarias para la magna Obra: desenvolver la justicia social en la nacionalidad continental.




JUVENTUD, ENTUSIASMO, ENERGÍA

I - De la juventud
2.- Jóvenes son los que no tienen complicidad con el pasado. Atenea inspira su imaginación, da pujanza a sus brazos, pone fuego en sus corazones. La serena con- fianza en un Ideal convierte su palabra en sentencia y su deseo en imperio. Cuando saben querer, se allanan a su voluntad las cumbres más vetustas. Savia renovadora de los pueblos, ignoran la esclavitud de la rutina y no soportan la coyunda de la tradición. Sólo sus ojos pueden mirar hacia el amanecer, sin remordimiento. Es privilegio de sus manos esparcir semillas fecundas en surcos vírgenes, como si la historia comenzara en el preciso momento en que forjan sus ensueños.
Cada vez que una generación envejece y reemplaza su ideario por bastardeados apetitos, la vida pública se abisma en la inmoralidad y en la violencia. En esa hora deben los jóvenes empuñar la Antorcha y pronunciar el Verbo: es su misión renovar el mundo moral y en ellos ponen sus esperanzas los pueblos que anhelan ensanchar los cimientos de la justicia. Libres de dogmatismos, pensando en una humanidad mejor, pueden aumentar la parte de felicidad común y disminuir el lote de comunes sufrimientos.
Es ventura .sin par la de ser jóvenes en momentos que serán memorables en la historia. Las grandes crisis ofrecen oportunidades múltiples a la generación incontaminada, pues inician en la humanidad una fervorosa reforma ética, ideológica e institucional. Una nueva conciencia histórica deviene en el mundo y transmuta los valores tradicionales de la justicia, el Derecho y la Cultura. Intérpretes de ella, los que entran en la vida siembran fuerzas morales generadoras del porvenir, desafiando el recrudecer de las resistencias inmorales que apuntalan el pasado.
Los jóvenes cuyos ideales expresan inteligentemente el devenir constituyen una Nueva Generación, que es tal por su espíritu, no por sus años. Basta una sola, pensadora y actuante, para dar a su pueblo personalidad en el mundo. La justa previsión de un destino común permite unificar el esfuerzo e infundir en la vida social normas superiores de solidaridad. El siglo está cansado de inválidos y de sombras, de enfermos y de viejos. No quiere seguir creyendo en las virtudes de un pasado que hundió al mundo en la maldad y en la sangre. Todo lo espera de una juventud entusiasta y viril.

3.- La juventud es levadura moral de los pueblos. Cada generación anuncia una aurora nueva, la arranca de la sombra la enciende en su anhelar inquieto. Si mira alto y lejos, es fuerza creadora. Aunque no alcance a cosechar los frutos de su siembra, tiene segura recompensa en la sanción de la posteridad. La antorcha lucífera no se apaga nunca, cambia de manos. Cada generación abre las alas donde las ha cerrado la anterior, para volar más, lejos, siempre más. Cuando una generación las cierra en el presente, no es juventud: sufre de senilidad precoz. Cuando vuela hacia el pasado, está agonizando; peor, ha nacido muerta.
Los hombres que no han tenido juventud piensan en el pasado y viven en el presente, persiguiendo las satisfacciones inmediatas que son el premio de la domesticidad. Débiles por pereza o miedosos por ignorancia, medran con paciencia pero sin alegría. Tristes, resignados, escépticos, acatan como una fatalidad el mal que los rodea, aprovechándolo si pueden. De seres sin ideales ninguna grandeza esperan los pueblos.
La juventud aduna el entusiasmo por el estudio y la energía para la acción, que se funden en el gozo de vivir. El joven que piensa y trabaja es optimista; acera su corazón a la vez que eleva su entendimiento. No conoce el odio ni le atormenta la envidia. Cosecha las flores de su jardín y admira las del ajeno. Se siente dichoso entre la dicha de los demás. Ríe, canta y juega, ama, sabiendo que el hado es siembre propicio a quien confía en sus propias virtudes generadoras.
La juventud es prometeana cuando asocia el ingenio y la voluntad, el saber y la potencia, la inspiración de Apolo y el heroísmo de Hércules. Un brazo vale cien brazos cuando lo mueve un cerebro ilustrado; un cerebro vale cien cerebros cuando lo sostiene un brazo firme. Descifrar los secretos de la Naturaleza, en las cosa que la constituyen, equivale a multiplicarse para vivir entre ellas, gozando sus bellezas, comprendiendo sus armonías, dominando sus fuerzas.

4.- Los jóvenes tocan a rebato en toda generación. No necesitan programas que marquen un término, sino ideales que señalen el camino. La meta importa menos que el mundo. Quien pone bien la proa no necesita saber hasta dónde va, sino hacia dónde. Los pueblos, como los hombres, navegan sin llegar nunca; cuando cierran el velamen, es la quietud, la muerte. Los senderos de perfección no tienen fin. Belleza, Verdad, Justicia, quien sienta avidez de perseguirlos no se detenga ante fórmulas reputadas intangibles. En todo arte, en toda doctrina, en todo código, existen gérmenes que son evidentes anticipaciones, posibilidades de infinitos perfeccionamientos. Frente a los viejos que recitan credos retrospectivos, entonan los jóvenes himnos constructivos. Es de pueblos exhaustos contemplar el ayer en vez de preparar el mañana.
Dos grandes ritmos sobresaltan en la hora actual a los pueblos. Anhelan realizar en la sociedad la armonía justa de los que trabajan por su grandeza extendiendo a todos los hombres el calor de la solidaridad; desean que las nacionalidades venideras sean algo más que fortuitas divisiones políticas, corroídas por la voracidad de facciones enemigas. Toda la historia contemporánea converge a predecir el acrecentamiento de la justicia social y la agrupación de los débiles Estados afines en comuniones poderosas. Una ilustrada minoría de la Nueva Generación cree que los pueblos de nuestra América latina están predestinados a confederarse en una misma nacionalidad continental. Lo afirma solemnemente y parece .dispuesta a tentarla vía, creyendo que si no llegara a cumplirse tal destino sería inevitable su colonización por el poderoso imperialismo que desde ha cien años acecha.
Los hombres envejecidos no ven la magnitud de ambos problemas. Niegan la urgencia de asentar sobre más justas bases el equilibrio social; niegan la necesidad de solidarizar nuestros pueblos, como única garantía de su independencia futura. Es misión de la juventud tomar a los ciegos de la mano y guiarlos hacia el porvenir. Arrastrarlos si dudan; abandonarlos si resisten. Todo es posible, menos convencerlos. A cierta altura de la vida la ceguera es un mal irreparable. Los jóvenes pierden su tiempo cuando esperan impulso de los viejos. Es más razonable obrar sin ellos, como hicieron otrora los próceres cuando supieron hacerse independientes y sembrar los veinte gérmenes de una gran civilización continental.

 
II – Del entusiasmo
5.- Entusiasta y osada ha de ser la juventud. Sin entusiasmo no se sirven hermosos ideales; sin osadía no se acometen honrosas empresas. Un joven escéptico está muerto en vida, para sí mismo y para la sociedad. Un entusiasta, expuesto a equivocarse, es preferible a un indeciso que no se equivoca nunca. El primero puede acertar, el segundo jamás.
El entusiasmo era ya, para los platónicos, una exaltada inspiración divina que encendía en el ánimo el deseo de lo mejor. El entusiasmo es salud moral; embellece el cuerpo más que todo otro ejercicio; prepara una madurez optimista y feliz. El joven entusiasta corta las amarras de la realidad y hace converger su mente hacia un ideal; sus energías son puestas en tensión por la voluntad y aprende a perseguir la quimera soñada.
Olvida las tentaciones egoístas que empiezan en la prudencia y acaban en la cobardía; adquiere fuerzas desconocidas por los tibios y los timoratos. El enamorado de un ideal, de cualquiera -pues sólo es triste no tener ninguno-, es una chispa; contagia a cuanto le rodea el incendio de su ánimo apasionado. Los entusiastas despiertan los temperamentos afines, los conmueven, los afiebran, hasta atraerlos a su propio camino; obran como si todo obedeciera a su gesto, como si hubiera fuerza de imán en sus deseos, en sus palabras, en el sonido mismo de su voz, en la inflexión de su acento.

6.- La juventud termina cuando se apaga el entusiasmo. No hay mayor privilegio que el de conservarlo hasta muy entrada la edad viril; es don de pocos y parece milagro en quien lo atesora hasta la ancianidad, como Sócrates a su demonio inspirador. En ese único secreto reside la eficacia de los escritores fieles a su doctrina y que saben afirmarla, proclamarla, repetirla: en cien formas, como las del torbellino, apasionadas. Son los heraldos de su tiempo y encuentran eco en el corazón de la juventud, siempre esquiva al razonamiento frío, enemiga de los sofistas solapados y de los capciosos contemporizadores. Sólo cosechan simpatía los que siembran su propio entusiasmo.
La juventud escéptica es flor sin perfume. De jóvenes sin credo se forman cortesanos que mendigan favores en las antesalas, retóricos que hilvanan palabras sin ideas, abúlicos que juzgan la vida sin vivirla; valores negativos que ponen piedras en todos los caminos para evitar que anden otros lo que ellos no pueden andar.
El hombre que se ha marchitado en una juventud apática llega pronto a una vejez pesimista, por no haber vivido a tiempo. La belleza de vivir hay que descubrirla pronto, o no se descubre nunca. Sólo el que ha poblado de ideales su juventud y ha sabido servirlos con fe entusiasta puede esperar una madurez serena y sonriente, bondadosa con los que no pueden, tolerante con los que no saben.

7.- Los ideales dan confianza en las propias fuerzas. Para ser entusiasta no basta ser joven de años; hay que formarse un ideal, sobreponiéndose a las imperfecciones de la realidad y concibiendo por la imaginación sus perfecciones posibles. Para servirlo eficazmente, hay que entregarse a él sin reservas. Y. debe ser fruto de la experiencia propia, si ha de embellecer la vida; el que se apasiona ciegamente es un fanático al servicio de pasiones ajenas. Sin estudio no se tienen ideales, sino fanatismos; el entusiasmo vidente de los hombres que piensan no es confundible con la exaltada ceguera de loa ignorantes.
El entusiasmo es incompatible con la superstición; el uno es fuego creador que enciende el porvenir; la otra es miedo paralizante que se refugia en el pasado. El entusiasmo acompaña a las creencias optimistas; la superstición, a las pesimistas. Aquél es confianza en sí mismo; ésta es renunciamiento y temor a lo desconocido. Los entusiastas saltan cada amanecer el cerco de un jardín para aspirar e perfume de nuevas flores; los supersticiosos entran cada crepúsculo al mismo cementerio. El entusiasmo es ascua; la superstición es ceniza.

III - De la energía
8.- La inercia frente a la vida es cobardía. Un hombre incapaz de acción es una sombra que se escurre en el anónimo de su pueblo. Para ser chispa que enciende, fuego que templa, reja que ara, debe llevarse el gesto hasta donde vuele la intención. No basta en la vida pensar un ideal: hay que aplicar todo el esfuerzo a su realización. Cada ser humano es cómplice de su propio destino: miserable es el que malbarata su dignidad, esclavo el que se forja la cadena, ignorante el que desprecia la cultura, suicida el que vierte la cicuta en su propia copa. No debemos maldecir la fatalidad para justificar nuestra pereza; antes debiéramos preguntarnos en secreta intimidad: ¿volcamos en cuanto hicimos toda nuestra energía? ¿Pensamos bien nuestras acciones, primero, y pusimos después en hacerlas la intensidad necesaria?
La energía no es fuerza bruta: es pensamiento convertido en fuerza inteligente. El que se agita sin pensar lo que hace, no es un energeta; ni lo es el que reflexiona sin ejecutar lo que concibe. Deben ir juntos el pensamiento y la acción, como brújula que guía y hélice que empuja, para ser eficaces. Ahonde más su arado el labriego para que la mies sea proficua; haga más hijos la madre para enjardinarse el hogar; ponga el poeta más ternura para invitar corazones; repique más fuerte en el yunque el herrero que quiera vencer al metal.
La acción carece de eficacia cuando escasea la energía. Para adaptarse a la naturaleza y transformarla en beneficio propio, el hombre debe obtener el rendimiento máximo de su esfuerzo ordenado y continuado. En las grandes y en las pequeñas contingencias la acción debe ser suficiente para alcanzar el resultado sin que vacile en mitad del camino, sin que desmaye al llegar a la meta.

9.- El pensamiento vale por la acción que permite desarrollar. El hombre piensa para obrar con más eficacia y multiplicar el área en que desenvuelve su actividad. Corrompen el alma de la juventud los retardados filósofos que aún entretienen con disputas palabristas, en vez de capacitarla para tratar los problemas que interesan al presente y al porvenir de la humanidad. Los jóvenes deben ser actores en la escena del mundo, midiendo sus fuerzas para realizar acciones posibles y evitando la perplejidad que nace de meditar sobre finalidades absurdas.
El primer mandatario de la ley humana es aprender a pensar; el segundo es hacer todo lo que se ha pensado. Aprendiendo a pensar se evita el desperdicio de la propia energía; el fracaso es debido a simple ignorancia de las causas que lo determinan. Para hacer bien las cosas hay que pensarlas certeramente. No las hacen bien los que piensan mal, equivocándose en la evaluación de sus esfuerzos; como el niño que, errando el cálculo de la distancia, diera en tirar guijarros contra el sol que asoma en el horizonte.
Nunca se equivoca quien ha aprendido a medir las cosas a que aplica su energía; no se arredra jamás quien ha educado su eficacia mediante el esfuerzo coordinado y sistemático. La confianza en sí mismo es una elevación de la propia temperatura moral; llegando al rojo vivo se convierte en fe, que hace desbordar la voluntad con pujanza de avalancha. Así ocurre en los genios: viven todo ideal que piensan, sin detenerse por incomprensión de los demás, sin perder tiempo en discutirlo con los que no lo han pensado.

10.- La energía juvenil crea la grandeza moral de los pueblos. Cada generación debe llegar como ola vigorosa a romperse contra la mole del pasado para hermosear la historia con el iris de nuevos ideales; juventud que no embiste, es peso muerto para el progreso de su pueblo.
La energía es virtud juvenil; quien no la adquiere precozmente, muere sin ella. Sólo la juventud tiene la mente plástica para abarcar el panorama de la vida y el brazo elástico para vencer las resistencias ancestrales. Los hombres sin energía no cooperan en cosa alguna de común provecho: dudan y temen equivocarse, porque no han sabido pensar. Y nunca adquieren la confianza en sí mismos y la fe en los resultados, indispensables para acometer empresas grandes.
La eficacia personal finca en la cultura y en los ideales; la apatía del indolente y el fracaso de los agitados se incuban en la rutina y en la ignorancia. La incapacidad de prever y de soñar obstruye la expansión de la personalidad.
Educando la energía, enseñando a admirarla, se plasmarán nuevos destinos de los pueblos. Repitamos a la juventud de nuestra América que ningún hermoso ideal fue servido por paralíticos y obtusos; no pueden marchar lejos los tullidos, ni contemplar los ciegos un luminoso amanecer. Los jóvenes que no saben mirar hacia el Porvenir y trabajar para él, son miserables lacayos del Pasado y viven asfixiándose entre sus escombros.




VOLUNTAD, INICIATIVA, TRABAJO

I – De la voluntad
11.- Después de pensar, querer. La decisión oportuna es el secreto de los grandes caracteres. Por el pensamiento medimos, en toda empresa, nuestras fuerzas ante los obstáculos; equivocarse es una culpa. Una vez pronunciado el ¡sí! -claro, recto, como un rayo de luz- la voluntad debe ser inflexible. Vacilar en mitad del camino es traicionar el pensamiento: desfallecer es repudiarlo. La voluntad sana jamás traiciona ni repudia; cuando falla, el hombre es una escoria.
Sin la firmeza de conducta no hay moral; no puede haberla. Las buenas intenciones que no se logran cumplir son la caricatura de la virtud. Los hombres sin voluntad se proponen volar y acaban arrastrándose, persiguen la excelencia y se enlodazan en ciénagas, conciben poemas y ejecutan críticas, sueñan vivir intensamente y se agitan en perpetua agonía. Nunca dicen "hago", que es la fórmula del hombre sano; prefieren decir "haré, que es el lema de la voluntad enferma.
Toda personalidad, grande o pequeña, posee principios que orientan su acción; sólo puede sentirse libre la que es capaz de seguirlos, sobreponiéndose a cuantas contingencias intenten desviarla. La voluntad no es frágil juguete de un albedrío absurdo; su tensión es más grande cuanto más lógicamente responde a las premisas del carácter y su eficacia se multiplica al aplicarse a la realización de fines bien pensados. El que sabe querer puede querer.

12.- La voluntad se prueba en la acción. Existen, ciertamente, empresas desatinadas y es de ignorantes el emprenderlas; pero es mayor el número de las que se miran como imposibles por falta de voluntad para ejecutarlas. Los holgazanes no emprenden nada y pretenden justificarse, desacreditando las empresas ajenas; si algo comienzan, obligados por las circunstancias, nunca llegan al término de su obra. Vacilan y dudan, tropiezan y caen.
Tenemos harina porque el segador no duda ante la espiga madura, y estatuas porque el dudar no paraliza la mano del artista, y ciencia porque no vacila el sabio al entrar en su laboratorio, y poemas porque el poeta no se detiene a discutir la utilidad de su canto, y amor, y prole, y moral, porque el corazón no duda al latir, ni el hijo al nacer, ni la virtud al obrar. Y todo ello es vida intensa, que sólo merecen vivir los hombres de rectilíneo querer.
En las voluntades enfermas se apaga la esperanza de la perfección. La conquista de la personalidad y el entusiasmo por un ideal tórnanse imposibles cuando flaquea el esfuerzo que ponemos en perfeccionarnos.
Las más frecuentes infelicidades arraigan en nuestra propia pereza. El barco no avanza si el marino soñoliento no abre sus velas en la hora propicia, se desvía de su derrotero si el piloto no da a tiempo el buen golpe de timón. Por eso la voluntad debe estar siempre lista para actuar; un solo minuto de vacilación puede perder al hombre, si en ese minuto coincide la oportunidad.
Los necios se consuelan confiando en la Providencia; es más seguro, y más digno, confiar en las fuerzas propias. Es mejor ayudarse que esperar ilusorias ayudas. Para hacer lo que ha decidido, la ocasión suele sobrar al hombre; lo que le falta, generalmente, es la voluntad en el momento propicio.

13.- Incapacidad de querer engendra miedo de vivir. Tanto se apaga la vida cuanto decrece la voluntad. La pereza y la inacción son los gérmenes de la miseria moral; el hábito de holgar suprime en los parásitos la aptitud para el trabajo. La abulia es el castigo final de los perezosos: no es en ellos una desgracia, sino una culpa. Se adquiere por obra del paciente mismo, como las enfermedades vergonzosas.
La vida humana es gimnasia incesante de funciones armónicas. Deber natural del hombre es ejercitar su brazo y su mente; quien viola ese deber comete una inmoralidad. Los órganos se amodorran y el espíritu se envilece. La inercia apoya la vida de los holgazanes, tornándolos incapaces de hacer cosa alguna para sí mismos y para los demás. Cruzarse de brazos ante un mundo moral que incesantemente se renueva, es suicidarse; es morir de sed junto a las fuentes de la vida.
Quien haya atentado así contra su dignidad, debe curarse reeducando las funciones de su organismo y de su entendimiento. Para aprender de nuevo a ejecutar lo que se piensa es necesario olvidar la palabra rara "mañana".
Ahora o nunca. "Mañana" es la mentira piadosa con que se engañan a las voluntades moribundas.

II – De la iniciativa
14.- Son hombres los que aran su propio surco. Toda creación es fruto de la libre iniciativa y llega a su término sostenida por el sentimiento de independencia. Cuando has aprendido a querer, y sabes lo que quieres no te detengas en buscar fuera de ti los medios para ejecutarlo. Ninguna escuela, ninguna secta, ninguna camarilla, podrá sentir como tú, intensamente, el ideal de arte, de verdad, de justicia, que tú mismo has concebido y que sólo tú puedes realizar. Poeta o filósofo, apóstol o artesano, ten confianza en ti mismo, no sisas rutas ajenas, no subordines tu voluntad a otras voluntades, no te ampares de sombras que empañan ni persigas protecciones que atan. De los que saben más, aprende, sin imitarlos; de los que ofrecen más, apártate, no pidas. Si eres capaz de realizar tu ideal, no los necesitas; si impotente, nadie te capacitará para realizarlo. Quiere, quiere con firmeza, con toda tu mente y con toda tu razón, poniendo en querer lo mejor de ti, la fe de tus fuerzas morales.
El porvenir de los pueblos está en la libre iniciativa de los jóvenes. La juventud se mide por el inquieto afán de renovarse, por el deseo de emprender obras dignas, por la incesante floración de ensueños capaces de embellecer la vida. Joven es quien siente dentro de sí la fuerza de su propio destino, quien sabe pensarlo contra la resistencia ajena, quien puede sostenerlo contra los intereses creados. Sin ideales no puede haber iniciativa.
15.- La libre iniciativa permite adelantarse a los demás. El que se resigna a recorrer caminos consuetudinarios envejece prematuramente se torna esclavo de la costumbre. El que no osa leer un nuevo libro, encenderse por un nuevo anhelo, acometer una nueva empresa, ha renunciado a vivir. Es sombra de ajenas voluntades, hoja otoñal que arrastran todos los vientos, pieza mecánica de un engranaje cuyo resorte ignora.
La libre iniciativa es un renunciamiento a la complicidad de los demás y se revela en toda rebelión a la rutina: buscando una verdad, transmutando un valor estético, corrigiendo una injusticia, inventando en las artes o en las industrias, irrigando un campo, formando una biblioteca, plantando un rosal.
Todo progreso es variación e implica rebeldía. Es propio de la juventud plasmar los perfeccionamientos; es inherente a la vejez oponerse a toda innovación. Cuando se pierde la libre iniciativa, desaparece el carácter; el hombre tórnase parásito de la sociedad, obra por impulso ajeno, se marchita en la penumbra. Deja de ser él mismo. No existe. Y no existiendo no sirve para su pueblo, no contribuye al porvenir.
Merece llamarse hombre libre el que tiene capacidad de iniciativa frente a la coerción ajena; la libertad moral es la aptitud para obrar en el sentimiento determinado por la propia experiencia, imprimiendo a la conducta el sello inequívoco de la personalidad.

16.- La dependencia pasiva es incompatible con la dignidad. Los mansos y los ignorantes, por falta de confianza en sus propias fuerzas, entregan su destino a la complicidad de los demás. Todo lo esperan de la beneficencia providencial del Estado: profesan los catecismos de sus escuelas, obedecen las órdenes de sus funcionarios, esperan la protección de sus leyes, imploran la merced de sus favores. Sueñan con una sinecura en la burocracia y saben de memoria la ley de jubilaciones.
Con tales hombres nada progresa ni se renueva, sino con los que estudian, quieren y hacen. El que se agranda a sí mismo sirve mejor a su pueblo, que sólo es grande por converger en él la grandeza de quienes lo componen. Grandes naciones son aquellas cuyos ciudadanos tienen el hábito de la iniciativa libre; ellos crean para los demás vida y cultura y riqueza, en vez de envilecerse en el parasitismo social.
El hábito de confiar en la propia iniciativa es segura escuela de hombría, despertando el sentimiento de la responsabilidad. El hombre digno piensa, quiere y hace. Si triunfa, no achica su ventura pensando que la debe a otros: si fracasa acepta serenamente el resultado de sus errores.
Digamos al joven: "haz lo que quieras", para enseñarle a responsabilizarse de sus actos; las recompensas y contratiempos debe recibirlos como una consecuencia natural de su conducta. Un joven libre puede convertirse en una fuerza viva, emprender cosas grandes o pequeñas, pero suyas. Y dando a la sociedad, en iniciativas, tanto como de ella recibe en educación, respeta la justicia y practica la solidaridad.


III - Del Trabajo
17.- El derecho a la vida está condicionado por el deber del trabajo. Todo lo_ que es orgullo de la humanidad es fruto del trabajo. Lo que es bienestar y lo que es belleza, lo que intensifica y expande la vida, lo que es dignidad del hombre y decoro de los hogares y gloria de los pueblos, la espiga y el canto y el poema, todo ha surgido de las manos expertas y de la mente creadora. El trabajo da vigor al músculo y ritmo al pensamiento, firmeza al pulso y gracia a las ideas, calor al corazón, temple al carácter. La perfección del hombre es obra suya. Sólo por él consigue la libertad y depende de sí mismo, afirmando su señorío en la Naturaleza.
El trabajo encumbra a la humanidad sobre la bestia. Despierta las mieses en las pampas, saca metal luciente de los más negros antros, convierte el barro en hogar, la cantera en estatua, el trapo en vela, el color en cuadro, la chispa en fragua, la palabra en libro, el rayo en luz, la catarata en fuerza, la hélice en ala. Su esfuerzo secular creó el poder del hombre sobre las fuerzas naturales, dominándolas primero para utilizarlas después. Fueron obra suya la palanca, la cuña, el hacha, la rueda, la sierra, el motor y la turbina. Nada dura en el mundo que no conserve el rastro de sus virtudes, vencedoras del tiempo.
Todo el capital de la humanidad es trabajo acumulado; lo crearon las generaciones que han trabajado y son sus dueños legítimos las generaciones que trabajarán. Los que detentan algo de ese capital común para convertirlo en instrumento de ocio, son enemigos de la sociedad.
El trabajo es un deber social. Los que viven sin trabajar son parásitos malsanos, usurpando a otros hombres una parte de su labor común. La más justa fórmula de la moral social ordena imperativamente: "el que no trabaja no come". Quien nada aporta a la colmena no tiene derecho de probar la miel.

18.- El trabajo es emancipador de la personalidad. Creando, el hábito del esfuerzo inteligente, constituye la mejor disciplina del carácter. La injusticia social ha conseguido que hasta hoy el trabajo sea odiado, convirtiéndolo en estigma de servidumbre; no puede amarse lo que se impone precozmente, como una ignominia o un envilecimiento, bajo la esclavitud de yugos torpes, ejecutado por hambre, como un suplicio, en beneficio de otros. El trabajo será bello y amado cuando represente una aplicación natural de las vocaciones y de las aptitudes, cuando la espiga sea cosecha propia del sembrador.
El trabajo contiene fuerzas morales que dignificarán a la humanidad del porvenir; existen ya, pero es necesario organizarlas, aunque se opongan intereses creados por los que viven en la holganza. La ciencia permitirá decuplicar el rendimiento del esfuerzo humano y disminuir a breves instantes el trabajo obligatorio para todos. Un caballo de vapor hace el trabajo de veinte hombres. El ideal de los que trabajan consistirá en rescatar las fuerzas productivas, sustrayéndolas al monopolio de los que no las han creado ni saben perfeccionarlas. Un solo millón de trabajadores bastaría para manejar veinte millones de esclavos de acero, creados por el trabajo mismo. Cuando todos adquieran la capacidad necesaria para trabajar, .los hombres acabarán por disputarse esa hora de saludable pasatiempo.
Cada hombre debe hacer lo que mejor conviene a su temperamento y sus aptitudes, siempre que los resultados converjan a fines útiles y bellos. La sociedad es el único juez del trabajo individual; ella lo impone como un deber, ella lo somete a su sanción. El que teje una fibra, inventa una máquina, poda un jardín, levanta una casa, escribe un libro, tornea un eje, siembra su semilla, vigila un engranaje, cura un enfermo, educa un niño, modela una estatua, realiza una función benéfica para la sociedad. Cumple el deber de producir y tiene el derecho de consumir; dando lo que pueden su brazo y su ingenio, merece lo que necesita para su bienestar físico y moral.

19.- La organización del trabajo es el cimiento de la armonía social. La disciplina es indispensable para hacer eficaz toda obra común; pero debe ser libremente aceptada como resultado de la competencia, antes que impuesta como abuso del privilegio. Es necesario aumentar la cultura técnica de los hombres, capacitándolos para funciones que deben desempeñar en la sociedad. La producción, fuente del bienestar común, será más fecunda cuando los productores mismos puedan organizarla, multiplicando su rendimiento en beneficio colectivo. Conviene para ello educar los hábitos de cooperación en los hombres, en los gremios, en las comunas, en los pueblos, en la humanidad.
Extendiendo a todos un mínimo de trabajo indispensable, a ninguno le faltará tiempo para cultivar las actividades superfluas destinadas a embellecer la vida común, manifestándose en arte, en cultura, en delicadeza, que elevarán moralmente a la sociedad entera. Será posible, también, asegurar a todos los que trabajan una existencia confortable y digna, suprimiendo el derroche injusto de una minoría que huelga. La cooperación de los útiles eliminará el parasitismo de los inservibles.
Habrá paz cuando impere la justicia. Los hombres realizarán con amor las funciones requeridas por la división del trabajo; la benéfica desigualdad de vocaciones y de aptitudes podrá ser aprovechada en beneficio de todos, haciendo converger la heterogeneidad de los esfuerzos a la armonía de los resultados. Nadie será rueda ciega de una gran máquina: el trabajo de los especialistas, esterilizado hoy por falta de ideas generales; será inteligentemente comprendido por hombres que tengan una instrucción extensiva, que a cada uno dé conciencia de su función en el trabajo social.
Realizados con cariño, los más sencillos menesteres podrán tener un contenido de ciencia o de arte. Lo que es hoy castigo pudiera convertirse en deleite; bastaría saber que mientras uno trabaja para todos, están todos trabajando para uno. La solidaridad en el esfuerzo dará firmeza para realizarlo. Los más inteligentes e ilustrados comprenderán que son mayores sus deberes y sus responsabilidades; los menos dotados por la naturaleza amarán a los que contribuyan más generosamente a la grandeza común.




SIMPATÍA, JUSTICIA, SOLIDARIDAD
I – De la simpatía

20.- Simpatizar es comprender. La simpatía es un secreto ritmo que pone en comunión los sentimientos, sin causa perceptible, anticipándose a toda reflexión sobre la conveniencia de la intimidad. Es confianza de ser comprendido; es deseo de serlo. Simpatizar con alguien, implica entregársele en alguna medida, sin temor a la deslealtad o a traición.

En todos los que trabajan, piensan o cantan, existe un fondo común de inclinaciones que pueden fácilmente vibrar al unísono; y en todos hay, a la vez, diferencias personales inarmonizables. La capacidad de simpatía predomina en los que saben comprender las tendencias homogéneas, y las cultivan en sí mismos, y las aman en los demás, gozando en su humano regocijo, sufriendo de su humano dolor. Los incomprensivos, que viven escudriñando lo inconciliable de los caracteres, para mellar las propias aristas contra las ajenas, no pueden sentir simpatía ni despertarla; están condenados a sembrar la discordia y a sufrir de ella.

Todo lo que es humano puede provocar una resonancia moral; pero no todo merece la misma simpatía, ni ésta nace igual ante motivos diferentes. La más fácil es la simpatía física; la más firme es la que arraiga en la comunidad de ideales. Debe ser espontánea y sin límites para que sea duradera; poner reservas a su natural expansión, es matarla. No conoce barreras: la lengua y las costumbres pueden apresurarla, si son idénticas; pero no logran obstruirla por mucho que difieran. La afinidad de anhelos, de creencias, de esperanzas acerca los caracteres y los hace simpatizar, trasponiendo, la distancia y el tiempo. Por eso se consideran hermanos todos los que sientan una misma ansiedad eudemónica, auscultando con idéntico fervor optimista el porvenir de la humanidad.

Saber encender la simpatía es un don natural, inexplicable y raro: saberla sentir, es un elemento decisivo de la felicidad. Los hombres que están inclinados a simpatizar con los demás son los mejores instrumentos de la armonía social.
21.- La simpatía es bondad en acción. Obra bien todo el que puede simpatizar, porque esta aptitud abuena al hombre, apartándole del mal que conspira contra él mismo y contra los demás. La simpatía es generosa fuente de dicha y nos impulsa a sentirnos elevados por todo lo que eleva moralmente a nuestros semejantes.

La intolerancia y el odio nacen de la incapacidad de simpatía; no se tolera al que no se comprende, no se ama al que no sabe comprender. La pérdida de este sentimiento es el martirio de los pesimistas los fracasados; sufren por la felicidad que envidian y a veces disfrazan de escepticismo su amargura, como los malos críticos que murmuran de cien autores, pero no consiguen igualar a uno.

La incapacidad de simpatía mata la confianza en el mismo y siembra la discordia en los demás. Los suspicaces son antisociales, porque su acíbar envenena a todos; donde entran, desatan los lazos más firmes del amor. En su desgracia llevan la fuente del propio sufrir. Tiemblan de todo ruido y en toda sombra sospechan una celada. A nada se atreven, suponiendo que los demás están contagiados de su propio mal. Cuando necesitan de cómplices, acaban por entregarse a los más viles, haciéndose manejar por seres sin conciencia y sin responsabilidad. Los que han vivido envenenados suelen morir envenenados.

La falta de comprensión y de confianza equivale al mal: es simple maldad en acción. Son escorias sociales los que viven de la hipocresía o esparcen la calumnia, los que fingen o mienten, los que ocultan una partícula de la verdad que saben para obtener una prebenda o un beneficio los que alientan la indignidad ajena o no se avergüenzan de la propia.

En la incapacidad de simpatía se incuban todas las degeneraciones del carácter. El engaño, la duplicidad, la artería, la traición, el crimen, son inconcebibles en un corazón capaz de simpatizar.

22.- La comprensión es premisa de la justicia. Juzgar a los hombres sin comprender sus móviles, sus sentimientos o sus ideales constituye una falta de moralidad. Saber comprender a los mejores, es privilegio de pocos que pueden elevarse hasta su nivel, adiamantando la simpatía inicial en admiración firmísima.

Se asciende por grados las etapas de la comprensión. En su aspecto más simple la simpatía es una tendencia instintiva que engendra la ternura, como si un reflejo de los sentimientos ajenos estremeciera nuestro corazón y la obligara a latir por ellos poniendo al unísono la vida sentimental, entera. Más honda comprensión existe en la solidaridad, que es simpatía consciente y pertinaz: la resonancia afectiva se eleva a unidad de creencias o de ideas, de actividad o de esperanzas. En la ternura la simpatía es íntima y encapullada; en la solidaridad es reflexiva militante. Por eso la primera suele ser individual y preside a la comunión en el sufrimiento, mientras la segunda tiende a hacerse colectiva y es necesaria para la comunión en el esfuerzo.

El más alto ritmo de la simpatía es la admiración. Súmanse en ella los sentimientos y los conceptos superiores de la personalidad, los que convergen a la elaboración de los ideales humanos. Al admirar reconocemos que lo admirado se acerca a nuestro ideal; por eso el hombre sincero admira las obras ajenas en razón directa del goce que sentiría si las hubiera creado. Ningún sentimiento revela mayor espíritu de justicia; ninguna tiene más alto valor educativo.

La simpatía se convierte en instrumento de perfección cuando impulsa a tomar por modelos sus objetos y enseña a ser justo en la valorización de los méritos humanos. Aprendan los jóvenes a comprender y admirar, porque la admiración de lo superior estimula el deseo de igualarlo. Y es superior todo lo que aumenta el saber, la virtud y la dignidad entre los hombres; lo que tiende a armonizar los sentimientos de la humanidad; lo que puede encender la simpatía necesaria para servir grandes ideales.






II - De la justicia
23.- La justicia es el equilibrio entre la moral y el derecho. Tiene un valor superior al de la ley. Lo justo es siempre moral; las leyes pueden ser injustas. Acatar la ley es un acto de disciplina, pero a veces implica una inmoralidad; respetar la justicia es un deber del hombre digno, aunque para ello tenga que elevarse sobre las imperfecciones de la ley.
La perfectibilidad social se traduce en aumento de justicia en las relaciones entre los hombres. Esa creencia ha embellecido las inquietudes que en todo tiempo agitaron a los núcleos más morales de la humanidad, y es de augurar que cada generación las renueve con creciente fervor en el porvenir. El mayor obstáculo al progreso de los pueblos es la fosilización de las leyes; si la realidad social varía, es necesario que ellas experimenten variaciones correlativas. La justicia no es inmanente ni absoluta; está en devenir incesante, en función de moralidad social.
Todos los ideales melioristas tienen la justicia por común denominador y todos anhelan desterrar de la sociedad algún desequilibrio. La justicia tiende a orientar la estimación hacia la virtud, el bienestar hacia el trabajo, la honra hacia el mérito; y es, por eso, la cúspide imaginaria de la moralidad, que sólo puede admirar esos fecundos valores sociales. Cuando por ello se mida a los hombres, habrá justicia en los pueblos; y no es varón justo el que no contribuye al advenimiento de esos valores en la medida de sus fuerzas.

24.- Los intereses creados obstruyen la justicia. Todo privilegio injusto implica una inmoral subversión de los valores sociales. En las sociedades carcomidas por la injusticia los hombres pierden el sentimiento del deber y se apartan de la virtud. El parasitismo deja de inspirar repulsión a quienes lo usufructúan y encenaga a las víctimas de la domesticación. Los hombres viven esclavos de fantasmas vanos y la honra mayor recae en los sujetos de menores méritos. La justicia enmudece y se abisma.
Cuando en la conciencia social no vibra un fuerte anhelo de justicia nadie templa su personalidad, ni esmalta su carácter. Donde más medran los que más se arrastran, las piernas no se usan para marchar erguidos. Acostumbrándose a ver separado el rango del mérito, los hombres renuncian a éste por conseguir aquél: prefieren una buena prebenda a una recta conducta, si aquélla sirve para inflar el rango y ésta apenas para acrecentar el mérito. Los hombres niéganse a trabajar y a estudiar al ver que la sociedad cubre de privilegios a los holgazanes y a los ignorantes. Y es por falta de justicia que los Estados se convierten en confabulaciones de favoritos y de charlatanes, dispuestos a lucrar de la patria, pero incapaces de honrarla con obras dignas. Loados sean los jóvenes que izan bandera de justicia para aumentar en el mundo el equilibrio entre el bienestar y el, trabajo. Sin ellos la sociedades se estancarían en la quietud que paraliza y mata; la cristalina corriente del progreso, que jamás se detiene, tornaríase mansa estabilidad de pantano que asfixia.
Loados los que conciben más justicia, los que por ella trabajan, los que por ella luchan, los que por ella mueren. Son plasmadores del porvenir, encarnan ideales que tienden a realizarse en la humanidad.

25.- El hombre justo rehuye complicidad en el mal. Niega homenaje a los falsos valores que ponen sus raíces en la improbidad colectiva. Los desprecia en los demás y se avergonzaría de usufructuarlos. Todo privilegio inmerecido le parece una inmoralidad. El hombre justo se inclina respetuoso ante los valores reales; los admira en los otros y aspira a poseerlos él mismo. Ama a todos los virtuosos, a todos los que trabajan, a todos los que elevan su personalidad en el estudio, a todos los que aumentan con su esfuerzo el bienestar de sus semejantes.
El hombre justo necesita una inquebrantable firmeza. Los débiles pueden ser caritativos, pero no saben ser justos. La caridad es el reverso de la justicia. El acto caritativo, el favor, es una complicidad en el mal. Detrás de toda caridad existe una injusticia.
El hombre justo quiere que desaparezcan, por innecesarios, el favor y la caridad. La injusticia no consiste en ocultar las lacras, sino en suprimirlas. Los remedios inútiles sólo sirven para complicar las enfermedades.
El hombre justo no puede escuchar a los que predican la caridad para seguir aprovechando la injusticia. Pero su respuesta debe estar en su conducta, juzgando sus propios actos como si fueran ajenos, midiéndolos con la misma vara, severamente, inflexiblemente. La complacencia con las propias debilidades constituye la más inmoral de las injusticias. El` hombre justo es capaz de rehusar un favor a su familia y a sus amigos, sabiendo que la debilidad de su corazón encubriría una injusticia. El hombre justo es, por fuerza, estoico; debe serlo siempre y con todos, sabe decir ¡no! a sus allegados y a sí mismo, cuando le asalta una tentación injusta. La madre de Pausanias llevó la primera piedra para que lapidaran a su hijo indigno...



III – De la solidaridad

26.- La solidaridad es armonía que emerge de la justicia. Es simpatía actuante y da fuerza a los que persiguen un mismo objetivo. Hay solidaridad en una comunión de hombres cuando la dicha del mejor enorgullece a todos y la miseria del más triste llena a todos de vergüenza. Sin esta fuerza que acomuna las voluntades y los corazones, imposible es realizar grandes ensueños colectivos; la cohesión de un pueblo depende exclusivamente del unísono con que se ritmen las esperanzas, los intereses y los ideales de todos.
Donde falta justicia no puede haber solidaridad; sembrando la una se cosecha la otra. Gobernar un pueblo no es igualar a sus componentes, ni sacrificar alguna parte en beneficio de otras: es propender hacia un equilibrio que favorece la unidad funcional, desenvolviendo la solidaridad entre las partes que son heterogéneas sin ser antagónicas. La heterogeneidad es natural, por la diferencia de aptitudes y de tendencias humanas, es provechosa, porque engendra las desigualdades necesarias para las múltiples funciones de la vida social. Siendo naturales, las desigualdades no pueden suprimirse; ni convendría suprimirlas aunque se pudiese. La solidaridad consiste en equilibrarlas, creando la igualdad ante el derecho, para que todas las desigualdades puedan desenvolverse íntegramente en beneficio de la sociedad.
Cuando se obstruye a un solo hombre el camino de todas las posibilidades, hay injusticias en la nación. Todo privilegio en favor de una casta, partido, sexo, fracción o grupo, cohesionado en oposición a los demás, es un residuo de barbarie violatoria de la justicia. Las naciones están civilizadas en cuanto oponen la solidaridad total a los privilegios particulares.
La solidaridad se desarrolla paralelamente a la justicia. En las sociedades bárbaras, la lucha por la vida depende del desequilibrio entre las partes; éstas se van equilibrando en las sociedades civilizadas y aparece la asociación en la lucha por el bienestar común. La Justicia obra eliminando los privilegios no sustentados en el mérito, que se mide por la utilidad social de las funciones desempeñadas.

27.- El desequilibrio social engendra la violencia. Cuando alguna parte de un todo se hipertrofia a expensas de las otras, la unidad funcional se altera y el juego de las recíprocas interacciones tórnase desatinado y funesto. Toda violencia es un efecto de causas; sólo puede suprimirse reparando el desequilibrio que la engendra. Oponer la violencia a la violencia puede ser un mal necesario, pero es transitoriamente una agravación del mal: sólo es un bien si de ella surge un nuevo estado de equilibrio fundado en mayor justicia.
Hay, sin duda, naciones pobres y épocas de pobreza que nadie puede prevenir ni evitar. La miseria de una sola clase, en cambio, nace del desequilibrio interno en la economía de las naciones: es una desproporción entre las funciones ejercitadas y las recompensas recibidas. El hambre de algunos es injusta cuando otros ostentan opulencia; pero lo es más si, como es frecuente, ella recae en los que trabajan para mantener en la ociosidad a los que no la sufren. La miseria, más grave para la mente que para el cuerpo, disuelve en los hombres los sentimientos sociales y entibia los vínculos de la solidaridad.
La fe en la justicia de los demás es necesaria para no vivir como entre enemigos; el egoísmo, la avidez, la avaricia, la usurpación, el robo, nacen de la falta de confianza y provocan la violencia, que es un efecto de la injusticia, aunque a su vez sea injusta. Es natural en las sociedades bárbaras, pero incompatible con un estado ideal de civilización. Los intereses heterogéneos se coordinan favoreciendo el advenimiento de instituciones que aumentan la confianza en la lealtad de todos.
El odio y la hostilidad entre las partes son reflejos de viejas carcomas que perturban el equilibrio de la sociedad y rompen la armonía de sus funciones. Esos funestos sentimientos sólo podrán extinguirse poniendo la Justicia como fundamento de la ética social, la Verdad como primera condición del mérito. El privilegio, la superstición y la ociosidad son los enemigos de la paz social.

28.- La solidaridad crece en razón directa de la justicia. Quien dice que ella es una quimera irrealizable, conspira contra el porvenir. Antes fue solidario el hombre en su familia; después lo fue en su tribu; más tarde en su provincia política, en su comunión religiosa, en su grupo étnico. Hoy la solidaridad puede extenderse a todos los componentes de cada nación, cuya unidad espiritual debe fincar en la convergencia moral de cuantos piensan y trabajan bajo un mismo cielo. Y mirando más lejos: ¿por qué la solidaridad no estrechará algún día en un solo haz fraternal a todos los pueblos?
Ensueño... como tantas realidades actuales que en otro tiempo se dijeron ensueños. No neguemos a los corazones optimistas el hermoso privilegio de augurar el advenimiento de la paz y el amor entre los hombres; puede que en su ilusión haya una posibilidad, entre mil, de que llegue a realizarse. ¿Por qué cortaríamos esas únicas alas, que le impiden caer, a la más bella esperanza de la humanidad?
Difundamos, entretanto, una nueva educación moral que desenvuelva sentimientos propicios. La solidaridad convertirá en derechos todo lo que la caridad otorga como favores, y mucho más que ella no puede otorgar; pero también impondrá a todos la aceptación de los deberes indispensables para que desaparezca el odio entre los hombres, preparando el advenimiento de nuevos equilibrios sociales, incompatibles con la violencia y la injusticia.
Violencia: reclamar derechos sin aceptar el cumplimiento de los deberes que les son correlativos. Injusticia: imponer deberes sin respetar los derechos correspondientes. Por eso la solidaridad puede considerarse definida en la más sencilla fórmula de moral social: "Ningún deber sin derechos, ningún derecho sin deberes".




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